Aunque uno suele hacer el balance de sus vacaciones cuando éstas acaban, para martirio de sus amigos y compañeros, este año me voy a permitir el lujo de dar la plasta en dos ocasiones, ahora, que concluyen parte de mis vacaciones, y después , cuando terminen de verdad. Y es que este año he partido mis vacaciones en dos; por un lado he pasado unos días con mis padres, en plan "mochilero" pero a lo fino, y en un par de días me voy con l@s amig@s a disfrutar del sur de España. Así que por el momento toca contar mi viaje "mochilero".
Salimos de Madrid el pasado día 17 de agosto, dirección a Albarracín, un pequeño pueblo amurallado con mucha historia a sus espaldas y declarado monumento nacional en 1961. Reconozco que no me imaginé que fuera tan increíblemente bonito. Las calles empinadas, el color rojizo de las casas, la precaria iluminación a base de pequeños faroles y la visión continua de las murallas, te transportan a tiempos pasados en los que los musulmanes eran los dueños y señores de dichas tierras.
Tras recorrer el pueblo de cabo a rabo (murallas incluidas), porque el sitio aunque es precioso, no tiene mucho que ver, la mañana del día 18 la dedicamos a ver las pinturas rupestres de la comarca. Hay varios conjuntos de pinturas rupestres en la zona, pero por puro azar escogimos La Fuente del Cabrerizo y el Prado del Navazo. La primera, un chasco total. Tras una de media hora de caminata, bajando unas escaleras seminaturales, que después hubo que subir, llegamos a una roca vallada en la que se suponía que había un caballo pintado y digo "suponía" porque ni mis padres, ni yo, ni los otros ingenuos que como nosotros se dieron la caminata, logramos ver al susodicho caballito. El paisaje increíble, todo hay que decirlo, pero el caballo, un timo. Con las pinturas del Navazo tuvimos algo más de suerte. También hubo caminata, pero por suerte, sólo había pendiente en el tramo final, y además los animalicos (fueran lo que fueran, porque yo veía vacas) se veían en condiciones.
Cansados como estábamos de tanto ejercicio y aunque me quedé con ganas de ver a un arquero que mostraban todas las guías de viaje, decidimos pasar la tarde de una forma un poco más tranquila, en Teruel. Además de descubrir que Teruel existe, me llevé una grata sorpresa, ya que es una ciudad preciosa. El arte mudéjar inunda todos los rincones de la pequeña ciudad. Lo malo es que te cobran casi hasta por respirar, y si a eso lo combinas con mi padre que es un poco tacañón, el resultado es que me quedé sin ver el sepulcro de los amantes, una lástima. Lo que sí pude ver fue la Catedral; pequeña pero hermosa, la mezcla de estilos la hacen diferente, por fuera y por dentro, una pequeña gran joya. Además la entrada incluía una visita guiada, muy recomendable. Pero lo que fue decepcionante fue el famoso Torico, que vamos, un poco más pequeño y no lo veo; sabía que no era gran cosa pero... Aún así, doy a Teruel un notable muy alto.
Al día siguiente partimos hacia Morella (Castellón). Unos amigos habían hablado a mi madre muy bien de este pueblo y allá fuimos como pardillos. La desilusión fue tremenda. Se trata también de otro pequeño pueblo amurallado, pero que nada tiene que ver con Albarracín. Follonero, lleno de turistas y con escaso atractivo. Como resumí en la postal que le envié a mi hermana: "un pueblo mediocre explotado hasta límites insospechados". Creo que con esa descripción es más que suficiente.
Tremendamente desencantada, la siguiente escala fue Valencia, pero creo que lo dejaré para mañana, que el post ya es bastante largo. Pero para acabar, una curiosidad que encontré en el camino.